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Opinió Villena

«No es lo mismo», de Gonzalo Trespaderne Arnaiz

La palabra democracia se constituyó en la Atenas del siglo V a.C. para designar una forma de gobierno en la que el pueblo participaba en la toma de decisiones sobre los asuntos relacionados con la vida comunitaria. Se ejercía, fundamentalmente, a través de asambleas (en las que participaban varones no esclavos ni extranjeros mayores de 20 años). Se sabe que algunas de las más multitudinarias llegaron a congregar a unas 6000 personas.

A finales del siglo XVII, el filósofo John Locke defendió que la mejor forma de gestionar el poder político era aquella en la que la comunidad establecía sus conveniencias no de manera directa, sino a través de representantes, siguiendo el dictado de la mayoría. Se sentaban así las bases de la democracia moderna.

En la segunda mitad del siglo XX, los principales países occidentales consideraron que los partidos políticos eran los instrumentos que mejor podían realizar esa labor representativa. Los sistemas parlamentarios configurados a partir de ahí, han ido confiriéndoles cada vez más capacidad de decisión. Es entonces cuando surge la partidocracia.

Buena parte de los análisis políticos coinciden en señalar que lo que caracteriza a semejante derivada del “demos-kratos” (poder del pueblo), es que la elección de asuntos a tratar, posicionamiento al respecto, cauces por los que ha de transcurrir la discusión y acuerdos que se pretende alcanzar, son determinados por élites, cúpulas o dirigentes de estructuras jerarquizadas. Estos, suelen promover la disciplina de voto cuando defienden sus propuestas ante a otras formaciones. Además, presentan listas cerradas de representantes en los procesos electorales (con lo cual, el electorado no puede seleccionar a las personas que prefiere que actúen en su nombre) y tienden a evitar la realización de consultas. Más allá de esto, acentúan como objetivo por encima de los demás, alcanzar la mayor cuota de gobernanza posible y perpetuarse como órgano encargado del desempeño de la misma.

Cabe interpretar que la partidocracia llega a una de sus máximas expresiones cuando el discurso político se centra en lo que atañe de manera individualizada a miembros de los partidos (éxitos personales, capacidad de influencia sobre los demás, actuaciones imprevistas, corrupciones, falta de coherencia o transparencia, etc.) en lugar de atender prioritariamente los intereses de la ciudadanía.

Preguntas que podemos hacernos a partir de aquí: ¿Cuánto queda de democracia en un régimen así? ¿Hasta qué punto está extendiéndose actualmente la partidocracia en nuestro país? ¿Qué consecuencias puede acarrear de cara al futuro?

Si las respuestas no son de nuestro agrado, pensemos en las medidas correctivas que habría que tomar.

Gonzalo Trespaderne Arnaiz


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