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Opinió

50ª Aniversario (VI)

Fernando Ríos Soler

            La Iglesia católica se posicionó claramente en el bando rebelde cuando el golpe de Estado devino en Guerra civil y su atrevimiento fue tal que calificó el conflicto de Cruzada exponiendo que se trataba de una lucha entre una España con Dios y otra sin Dios.

La Iglesia católica fue uno de los pilares más firmes de la dictadura franquista plasmándose en la participación de sacerdotes en las listas que se elaboraban en cada ciudad y pueblo de personas nacionales derrotadas; muchas de ellas ni siquiera fueron juzgadas, pasando de ser detenida a fusilada siempre con algún sacerdote cerca para, en el último momento, reconfortar el alma de la persona condenada. Las cartillas de racionamiento de comida eran, muchas veces, visadas con la colaboración de sacerdotes.

España siempre había sido un país católico -también lo fue durante los años republicanos- y así debía mantenerse, por lo que las leyes franquistas nunca aceptaron la diversidad de cultos; para que esta tradición religiosa siguiera incólume con el paso del tiempo, los valores que las nuevas generaciones tendrían que interiorizar fueron difundidos por la Iglesia católica por medio del control del sistema educativo en sus primeros niveles, con maestros sacerdotes y maestras monjas auxiliados por gente laica muy afín. Además, la presencia religiosa -visible en determinadas asignaturas- interfería constantemente en el ritmo lectivo y así, las clases se paraban a mediodía para rezar el ángelus, por la llegada del párroco al aula o la presencia del alumnado en las iglesias -estrictamente separado por sexos, al igual que sucedía en las aulas- para participar en días litúrgicos señalados como el miércoles de ceniza o la preparación para la Primera Comunión.

Existían centros regidos por monjas que recibían a niñas descarriadas donde ingresaban para su reeducación católica en régimen casi carcelario, sin olvidar la existencia de redes clientelares al mando de monjas junto con personal médico y sanitario que, a cambio de dinero, hacían creer a madres que parían en los hospitales del infortunio por el fallecimiento de su bebé en el momento del nacimiento y éste era recogido por familias franquistas de solvencia económica y social. El colofón a este panorama estaba en que la Iglesia católica se encargó de la enseñanza y difusión de la moral que abarcaba desde adquirir determinada personalidad -sumisa en el caso de las mujeres- hasta cómo saber comportarse en actos sociales concretos pasando por tipos de vestimenta y peinados. Diversas publicaciones sirvieron a este fin a lo que se unía la censura informativa del régimen dictatorial que quedaba institucionalizada por la Comisión Nacional de Censura -con el tiempo fue cambiando su denominación, pero no su objetivo-. Esta institución estatal estaba apoyada por grupos de presión como la Legión de Decencia Norteamericana o el Centro Católico del Cine y la Radio y, por supuesto, la propia Iglesia católica que tuvo a muchos de sus sacerdotes y monjes enfrascados en el oficio de censor.

Cierto es que, en los años sesenta, siguiendo los planteamientos renovadores de la Iglesia católica provenientes del Concilio Vaticano II, hubo voces católicas contrarias al régimen dictatorial comenzando por el propio Sumo Pontífice Pablo VI y continuando por sacerdotes que abrían iglesias en las miserables barriadas que iban surgiendo en las periferias de las grandes ciudades pobladas por gente proveniente del ámbito rural del que estaban siendo expulsados; estas iglesias también sirvieron de centros sociales reivindicativos para dotar de dignidad la vida de estas personas y también fueron centros culturales al realizarse proyecciones de películas que, al terminar, eran debatidas y donde se organizaban acciones festivas del barrio. En esta tesitura, ciertos cargos de la jerarquía católica se desmarcaron del centralista nacionalismo oficial y se acercaron a posiciones vinculadas con los nacionalismos catalán y vasco demandando medidas para favorecer sus identidades culturales. En este contexto, el nombramiento de Enrique y Tarancón como arzobispo de Madrid-Alcalá y presidente de la Conferencia Episcopal española trajo nuevos aires a la Iglesia católica, y se impulsó un documento en el que se pedía, en 1972, el fin de la relación con el régimen de Franco.

 


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